Lo sobrecogedor de Berlín es que anteayer fue una ciudad distinta y ya no se nota. No queda ni rastro, es casi imposible hacerse a la idea de lo que hubo y se llevó la guerra. Los edificios que salían en las postales, los que resoplaban de ires y venires, de coches, de trenes, de vendedores ambulantes, esos edificios optimistas que pensaban que estarían ahí para siempre ya no están. Ahora es un mundo de fantasmas que todavía se percibe, con un poco de imaginación, en las proximidades de Postdamer Platz. Aquí, hoy, sólo hay un puñado de rascacielos que atraen turistas y gente fea. Pero hace ochenta años estaba el centro loco, moderno, cosmopolita y estruendoso del mundo, el corazón de Berlín. Y justo al lado, vomitando recién llegados por la mañana y por la noche, la gigantesca estación de Anhalter Banhoff, el Atocha de la ciudad. Una catedral de ladrillo y hierro, consagrada al ferrocarril, al ruido y al vapor, que saltó por los aires cuando Europa se puso guerrera y que nunca jamás volvió a ser lo que era. Con el Muro esta zona murió por segunda vez, se quedó para suspicacias y fusiles amartillados, descampada. Y la vieja estación de Anhalter Banhoff silenció, reducida a un mísero muro que se percibe sólo si estás atento. Hoy es una estación subterránea de S-Bahn, pero Alis me contagió su entusiasmo por ella y por eso ha salido aquí. Era inevitable.
18 marzo, 2010
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