16 noviembre, 2006

Tanizaki. El elogio de la sombra.

Tengo una amiga que está bastante colgada con la cultura oriental. El otro día cenamos en su casa y nos prestó un curioso librito: Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki. Por supuesto, yo no tenía la más remota idea de quién era Tanizaki, pero me llamó mucho la atención lo bien editado que estaba el libro. Apenas tiene cien páginas, no es más grande que una postal y –­­­además- tiene una cubierta suave que me gusta mucho tocar. Soy un lector tonto e influenciable, y cosas como ésas pueden hacer que me sienta atraído por un título.

En esencia, Elogio de la sombra es un canto de alabanza al Lado Oscuro. Tanizaki reflexiona sobre la identidad cultural de Japón a partir de una circunstancia bien simple: el gusto nipón por las tinieblas. Y lo hace muy bien. El suyo es un país donde parece que a nadie le apetece que nazca el sol; un lugar donde la penumbra no resulta inquietante ni siniestra, sino sosegada. Según parece, a los japoneses les ha chiflado siempre la falta de luz. En la viscosidad de las habitaciones negras puede ocurrir de todo, nos cuenta, pero sólo cosas hermosas. O lo que es lo mismo: de noche todos los gatos son pardos, o guapos, o como tú quieras que sean.

A mí lo que más me ha impresionado ha sido descubrir una concepción de la belleza tan diferente a la nuestra, basada en algo tan tonto como la luz. Estúpido e ignorante, pensaba que a todo el mundo le gustaba un día radiante. Pero parece ser que no. Tanizaki se toma su tiempo para describir mil momentos del día en que resulta más tentador cerrar los ojos. Es memorable, por ejemplo, su descripción de la sopa: “desde que destapas un cuenco de laca hasta que te lo llevas a la boca, experimentas el placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente, y que se estanca, silencioso, en el fondo. […] No resulta muy exagerado afirmar que es un placer de naturaleza mística, con un ligero saborcillo zen.” Esta espiritualidad de lo negro salpica todos los aspectos de la vida cotidiana, desde la ropa tradicional hasta los pronunciados tejados, pasando por la sonrisa de las mujeres, que se la teñían de oscuro para estar más guapas. Es el atractivo de la sugerencia frente a la evidencia: “nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes”. Toma ya.

Mañana, qué duda cabe, me vestiré de negro.


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02 noviembre, 2006

Un fantasma en Cuenca.

El día de Todos los Santos, como manda la tradición, yo vi un fantasma. Estaba en Cuenca y no tenía cara, sólo voz. Una voz gitana, flamenca, que se descolgaba en el silencio fúnebre de los callejones. Todos los vivos se habían ido a poner flores a los muertos -sin verlos-. Y yo, que ni siquiera me acerqué al cementerio, saqué la foto de uno. Qué país más interesante, Dios.

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30 octubre, 2006

Clásicos recientes del cine español: Smoking Room.

En mi facultad no se puede fumar, pero hay gente que lo hace. El otro día, por ejemplo, había un tipo en el pasillo que se había encendido un cigarro y se lo estaba fumando tan tranquilo. Un bedel se acercó para preguntarle si es que no había visto los carteles, que están por todos los pasillos, y él le contestó que sí, pero que le daba igual. Entonces se sumó al reproche una profesora: ¿no sabía que estaba prohibido fumar? El tipo, sin ruborizarse lo más mínimo, le contestó con otra pregunta: “¿Y tú no sabes que está prohibido prohibir?”. Yo, que estaba observando la escena, cerré los ojos con fuerza: siempre he tenido la esperanza de que algún día caerá un rayo del cielo para fulminar a los que dicen gilipolleces, y no estaba dispuesto a quedarme ciego con el resplandor. Por desgracia, el cielo no se abrió ni dejó caer castigo alguno. Más bien todo lo contrario: la profesora se quedó flipada, calibró durante un par de segundos la tremenda estupidez de aquel estudiante y, desengañada, prefirió marcharse antes que seguir discutiendo con él. El tipo del cigarrillo, claro, se quedó tan pancho y sintió que había vencido.

No pretendo aquí entrar en debates sobre la oportunidad de la campaña anti-tabaco. En esta historia, de hecho, los cigarrillos son sólo una excusa. Simplemente quería ilustrar lo idiota que puede llegar a ser la gente, y la anécdota del fumador me ha parecido perfecta. Exactamente igual que ocurría en Smoking Room, la película con la que, allá por 2002, Roger Gual y Julio D. Wallovits ganaron el Goya a la Mejor Dirección Novel.

En aquella cinta el tabaco era también un pretexto para contar lo mezquinos, egoístas, estúpidos y ridículos que podemos llegar a ser todos. A pesar de lo pretencioso del intento, que hablar en serio sobre la condición humana es un asunto muy delicado, la cosa funcionó y la película todavía tiene interés hoy en día. ¿Por qué? Veamos.

En principio, Smoking Room fue un estreno atípico porque no tenía guión sino monólogos. Casi todas las secuencias estaban planteadas a modo de diálogos entre dos personajes, pero casi siempre era uno el que hablaba y otro el que escuchaba. La principal virtud de aquellas conversaciones era que sonaban tan reales como las que tú acababas de tener con tus colegas. En el cine español, por mucho que nos esforcemos, no sabemos hacer verosímiles los diálogos. A veces es culpa de los guionistas, que se pasan tanto tiempo escribiendo que ya ni saben lo que es hablar con alguien, y otras veces es porque nuestros actores son tan patéticos que no te crees una palabra de lo que recitan. El caso es que los diálogos suenan siempre acartonados, y que Smoking Room marcó una diferencia en este sentido.

Gual y Wallovits, además, supieron utilizar estas pequeñas viñetas de conversación para completar un puzzle mucho más grande. A medida que la película iba avanzando, uno se daba cuenta de que entre los personajes existían sutiles relaciones de poder, amistad, admiración o indiferencia. Y esta compleja trama, apenas sugerida, era el principal valor dramático de la película. Smoking Room retrataba con óptica descarnada la cruda realidad de un entorno laboral corriente, donde el hombre deja de ser hombre y se convierte en lobo. El viejo tópico de que el mundo del trabajo es una jungla se hacía explícito allí mismo, pero sin ser tópico.

La única pega que cabría poner a la película era su excesiva carga teatral. Por muy bien hilvanados que estuviesen los monólogos, Smoking Room estaba peligrosamente cerca de ser una obra de teatro filmada. Todavía tengo mis dudas sobre si cruzó o no el límite, pero una cosa está clara: Gual y Wallovits la rodaron con una gran coherencia estilística. Los encuadres que usaron fueron casi siempre muy cortos e incómodos de ver, mientras que la puesta en escena se basaba en el espacio cerrado. Con todos estos ingredientes, Smoking Room provocaba una desagradable sensación de claustrofobia que casaba perfectamente con la idea de que la oficina es un microcosmos putrefacto. Sólo por lo arriesgado de la propuesta, la cinta ya se merecía –al menos- destacar.

Hoy en día, lo que más valoro de Smoking Room es precisamente esto: la riqueza de su ambigüedad. La película, además, no sólo es difícil de clasificar por cómo está hecha, sino también por el mensaje que se desprende de ella. ¿Qué importancia tiene en la historia el asunto del tabaco? Como ya dije antes, a mí me basta de sobra con que sea una simple excusa para retratar al hombre estúpido. Pero puestos a discutir, podríamos lanzar distintas hipótesis. ¿Se trata de una crítica a la intolerancia? ¿O más bien de una burla de los fumadores, capaces incluso de humillarse por un cigarrillo? Lo importante, como ya se dijo alguna vez en Sindrogámico, no es conocer la respuesta sino hacerse la pregunta.

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23 octubre, 2006

La noche de los girasoles.

Cuando era un niño odiaba las lentejas y mi madre se volvía loca para conseguir que me las comiese. Si se enfadaba de verdad su fórmula era sencilla: “o te las comes o te casco”. Pero la mayoría de las veces resultaba mucho más imaginativa y me engatusaba con historias. Empezaba a contarme cualquier cosa y -justo cuando yo estaba más interesado- me cambiaba la información por una cucharada de guiso. “Anda, sigue”, le decía yo, y ella me contestaba “primero come”. De aquellas disputas saqué yo dos enseñanzas: que las lentejas, en el fondo, están buenísimas, y que el truco para contar bien una historia está en saber dosificar la información. Así de sencillo. No importa si se trata de cine, de literatura o del cuento que le estás contando a tu hijo. Lo importante, lo único verdaderamente importante, es alimentar el interés.

En La noche de los girasoles, Jorge Sánchez-Cabezudo hace auténticas virguerías con este planteamiento. Se nota que además de director (novel) es también guionista. Y que sabe manejar bien los recursos narrativos. La suya es una historia sencilla y corta, como indica el título; sólo una noche, apenas cuatro o cinco personajes, algún crimen. Nada demasiado original. El mérito, por tanto, está en cómo se cuenta. La noche de los girasoles se basa exclusivamente en una cuidadosa administración de la información. Y ahí hay dos recursos básicos que yo, como molo mucho y tengos amigos que me enseñan palabrejas, voy a decir en ingés: el plot point y el cliffhanger.

El plot point -o punto de giro-, consiste en proporcionar al espectador un dato nuevo que cambia el sentido de la historia. Un ejemplo típico sería el de dos amantes que, de pronto, descubren que en realidad son hermanos. El cliffhanger, a su vez, es el final en suspense, el escamoteo de la información justo cuando más la necesitas. O sea, lo que me hacía mi madre. Los dos son recursos fáciles que abundan en folletines y culebrones, por lo que muchos los consideran despreciables. Yo, sin embargo, tengo mucha fe en ellos. Pienso que si se utilizan con sabiduría pueden dar grandes resultados.

Eso es precisamente lo que ha ocurrido en La noche de los girasoles. Jorge Sánchez-Cabezudo no se limita a tirar de manual, sino que logra conciliar sus trucos sucios de guionista con una sólida estructura dramática. Su historia se cuenta en forma de episodios simultáneos que giran en torno a lo que estaba haciendo cada personaje en un determinado momento. O lo que es lo mismo, nos obliga a formular la típica pregunta del detective: “¿dónde estaba usted mientras se cometía el asesinato?”. Todo está milimétricamente calculado para que cada episodio no sólo nos cuente algo nuevo, sino que nos cuente algo tan nuevo que nos haga cambiar de opinión. Y entonces, en el preciso instante en que percibimos el impacto de la revelación, nos deja en suspense.

El resultado es una vertiginosa montaña rusa de especulaciones, intrigas y sorpresas que te engancha y no te suelta. Y eso, señores, es lo primero que yo busco en una película: que me mantenga interesado. Habrá algunos puristas que se escandalicen ante la intrascendencia del experimento, un mero juego de engaños y equívocos que no lleva a ningún lado. Probablemente tengan razón (no seré yo quien les discuta), pero una cosa está clara: las lentejas también son un plato simplón y, sin embargo, bien buenas que están.

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20 octubre, 2006

Ouka Leele.

Este año parece que Madrid vive sólo de las rentas. O lo que es lo mismo: de la Movida. Mientras el Canal de Isabel II recupera fotos insólitas de Alberto García-Alix, la sala Alcalá 31 rinde homenaje a otro icono de aquellos años, Ouka Leele. La fotógrafa ha creado un montaje especial -Pulpo´s Boulevard- donde nos propone un recorrido lúdico por lo viejo y lo nuevo de su producción. El resultado, más que una exposición al uso, resulta ser algo parecido al circo del arte: diversión, juego, intrascendencia y –como suele ocurrir en el circo- una buena dosis de nostalgia.

A mí, que soy un romántico muy, muy crítico, me ha gustado más la chica de ayer que la de hoy. En el bulevar del pulpo han colgado las primeras fotos, cuando a Bárbara Allende Gil de Biedma todavía le daba vergüenza que la llamasen Ouka Lele (con una e, que la segunda vino más tarde). En aquella época formaba equipo, pandilla o lo que fuera con lo más selecto de la vanguardia del Rastro: Ceesepe, García-Alix y el Hortelano. Éste último, dibujante entonces y pintor hoy, es casi tan protagonista del circo como ella. Después de todo fue su marido, pintó el cuadro del que Bárbara sacaría su nombre artístico y –sobre todo- la acompañó en mil inspiraciones. Lo mejor del bulevar, por tanto, pasa por recrear esta fértil relación entre artistas veinteañeros, gamberros enamorados que se ponían el mundo por montera (y no es un decir). Se pierde la cuenta de las fotos donde aparece El Hortelano haciendo el ganso, en unos tiempos en que hacer el ganso era lo más moderno. Toda una lección de camaradería y de mutua estimulación que da gusto ver, sin duda.

En la exposición, el puente entre pasado y presente llega con una de las obras emblemáticas de la Leele: Rappelle-toi, Barbara. Corrían los años 80 cuando nuestra querida fotógrafa acometió un enorme proyecto: escenificar in situ la verdadera historia de los leones que tiran del carro de la Cibeles. Como se puede apreciar por la imagen que ilustra este artículo, la cosa acabó siendo mucho más pedante que atractiva. Es lo que tiene la mitología, que al final siempre te pone en evidencia por frívolo o por pretencioso. Lo peor, sin embargo, llegaría hace apenas un mes. El 10 de septiembre pasado Ouka Leele convocó en la misma fuente a unas 300 personas (mujeres, hombres y niños) para conmemorar aquel evento con una performance en contra de la violencia de género. Lo que salió de allí fue un esperpento que superaba en cursilería a la más repelente Agatha Ruiz de la Prada, y en simplicidad a los juegos de patio de colegio. En el bulevar, por suerte, sólo nos muestran una pequeña parte del proyecto; el resto llegará en una posterior exposición monográfica que yo espero perderme.

A pesar de esta última e irrisoria toma de conciencia, Ouka Leele demuestra en Pulpo’s Boulevard que todavía mantiene una de las marcas de la casa: el sentido del humor. La visita a su circo resulta deliciosa, divertida y muy instructiva. Ideal para tardes de lluvia, sábados intrascendentes o paseos en busca de inspiración y buen rollo.

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18 octubre, 2006

Henri Cartier-Bresson.

En Valladolid acaban de inaugurar una exposición sobre Cartier-Bresson. A mí me basta con saber esto para ir a verla, pero por si acaso alguien necesita más información, he aquí algunas impresiones.

LO QUE ME GUSTÓ.

Cada vez que veo una foto de este tío me hago la misma pregunta: “¿cómo carajo se las apaña para que le dé tiempo a encuadrar, enfocar, ajustar valores y disparar?”. La mayoría de los libros de fotografía sólo ofrecen la respuesta más simple y obvia: “porque busca el instante”. ¡No jodas! Hasta ahí, señores, ya llegaba yo solito. La cuestión no es lo que busca, sino el truco para conseguirlo. ¿Cómo puede alguien saber que un instante decisivo se va a producir? Y no una vez, no. ¡Todas las veces!

Para ilustrar esta angustia que me corroe, voy a contar una anécdota personal. Ayer mismo, sin ir más lejos, estaba yo en un portal de la Gran Vía y vi pasar al típico grupo de hare krishnas. Uno de ellos, el que llevaba el tambor, cantaba con una cara de felicidad tan perfecta que podría dar para una foto estupenda. Pero la verdadera foto, no obstante, estaba por llegar: de pronto el tamborilero se chocó con otro tipo que iba por la calle y cambió su cara de éxtasis por una cara de odio profundo. Sólo duró unos instantes y fue la imagen perfecta. Si yo hubiera tenido una cámara a mano jamás habría sabido que aquello iba a ocurrir. Pero Cartier-Bresson sí. ¿Por qué?

He estado reflexionando y al final he llegado a una conclusión: porque era cazador. Con 20 primaveras se fue a África y se pasó un año entero matando animales salvajes. Si no fuera porque pilló unas fiebres y estuvo a punto de palmarla, los únicos que habrían hecho fotos en esta historia habrían sido los de Green Peace, y las habrían hecho para denunciarle por exterminador. Pero, como digo, Cartier-Bresson regresó de África medio muerto y, una vez en la ciudad, cambió la escopeta por la cámara. El instinto siguió intacto, así que lo único que tenía que hacer era esconderse detrás de cualquier valla, listo para disparar en el instante preciso. El resultado, por supuesto, es mucho mejor que un montón de pobres leones disecados: fotografías deliciosas, con tanta vida que producen asombro.

LO QUE NO ME GUSTÓ.

La frase que más rabia me da escuchar en un museo es la siguiente: “eso lo hace cualquiera”. Esas palabras, en boca de otro, me provocan un desprecio inmediato. Y, sin embargo, yo mismo coqueteé con ellas mientras veía la exposición. Además de las fotos de instante decisivo que describía antes, resulta que en Valladolid han expuesto también algunas imágenes de cuando el fotógrafo estuvo en España. Son fotografías impactantes, por supuesto, pero tienen truco: es como si ahora el cazador sólo apuntase a animales heridos, moribundos, inmóviles. Lo cual, si no está al alcance de cualquiera, por lo menos es mucho más fácil que pillar a un león en plena carrera. Las fotos que Cartier-Bresson se trajo de Sevilla, de Madrid o de Alicante son retratos de mendigos, de niños autistas y de niños cojos que juegan en la calle, de putas y travestis o de viejas locas. Dicen que en aquella época España era el único país del mundo donde se podía encontrar Surrealismo en estado puro, y que probablemente eso fue lo que atrajo al fotógrafo. En cualquier caso, lo que está claro es que aquí ya no hay universalidad, como en las fotos de instante decisivo, sino un mero testimonio. Ese testimonio resulta estremecedor e inolvidable, mucho más impactante que la obra de cualquier otro fotógrafo, pero en el fondo no es lo que uno espera de Cartier-Bresson, el gran cazador.

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16 octubre, 2006

La urna.

Estábamos en Valladolid y fuimos a ver la iglesia de San Pablo. Habían colocado un andamio que estropeaba la fachada, pero te dejaban subir y mirar las esculturas de cerca. Nos congregamos un buen montón de curiosos, todos con casco de obra. Supongo que nos lo hicieron poner porque tenían miedo de que nos cayese encima algún pedazo de santo. La chica del andamio nos habló de contaminación y de Felipe II, y luego nos dejó ir. Sólo en el último momento se nos ocurrió que también podíamos ver cómo era la iglesia por dentro. Y allí, en una capilla oscura, encontramos la urna.

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09 octubre, 2006

Alberto García-Alix.

Alberto García-Alix es famoso porque hace fotos muy bonitas con moteros en pelotas o actrices porno tatuadas. Resulta curioso, por tanto, que ninguna de esas imágenes aparezca en las dos exposiciones que le dedica el Canal de Isabel II. En la primera, No me sigas (1976-1986), lo que tenemos es un repaso a sus primeros trabajos; en la segunda, Tres vídeos tristes, nos encontramos con lo último: fotos y vídeos de París. Habrá quien vaya a verlas y se decepcione porque no hay orificios corporales ni tatuajes, pero en general la visita merece muchísimo la pena.

En el depósito de la Plaza de Castilla asistimos a un sobrecogedor autorretrato de juventud. Cuando tenía 20 años, a Alberto le regalaron una cámara y empezó a sacar fotos de todo lo que había a su alrededor. Nacido en Soria, llevaba en Madrid casi una década y se había hecho amigo de algunos personajes muy interesantes. Había de todo, desde Ceesepe -dibujante de cómic underground y autor del cartel de la infame Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (Almodóvar, 1980)- hasta Alaska y sus compañeros de Kaka de Luxe. Dicen que la ciudad estaba entonces llena de modernos y que en ella se hacían cosas más interesantes que en el mismísimo Londres. Alberto, que debe de ser un tipo muy simpático y con muy buena predisposición para la juerga, no sólo no se perdió una sola fiesta, sino que además se llevó siempre su cámara.

Así las cosas, las imágenes de aquella época podrían ser interesantes sólo por la gente que sale en ellas. Afortunadamente para nosotros, sin embargo, la cosa es mucho más que una simple galería de famosos. Alberto García-Alix supo ver en sus colegas de farra un don natural para la belleza. Aquellos adolescentes que se colgaban esvásticas en la cazadora, que se esculpían tupés grasientos sobre la frente y se dejaban crecer tremendas patillas, aquellos adolescentes, digo, no eran macarras: eran bellos. Y no sólo porque tuviesen el don de la juventud, sino porque además coqueteaban con la muerte. Basta con ver el título de la exposición, No me sigas, tomado de un tatuaje que el fotógrafo se hizo en 1980. “No me sigas, estoy perdido”, escribió en su piel. Alberto y sus amigos sabían que estaban condenados pero no querían parar. Junto a las fotos de Alaska vemos también imágenes devastadoras de yonkis hermosos, de jeringuillas o de calzoncillos ensangrentados. García-Alix, fiel siempre a su política de retratarlo todo, ni se cortó entonces ni se corta hoy. A modo de ejemplo, es muy significativo el seguimiento que hizo de su hermano Willy, ese James Dean bajito de la foto que acompaña a este artículo. En la exposición vemos cómo se pinchaba, cómo el y su novia, enamorados, se morían por conseguir una dosis, cómo tuvo un hijo y, finalmente, cómo murió, cómo dejó de salir en las fotos. Una sobredosis se lo llevó en 1984. Alberto, desde entonces, siempre lamentó no haber fotografiado también su cuerpo amortajado.

La otra exposición, la de Santa Engracia, es mucho menos impactante. Los tres vídeos tristes del título ni siquiera son vídeos, sino proyecciones de fotografías hechas en París. García-Alix las acompaña de sendos textos pseudos-literarios con los que, además de proporcionar una imagen bastante confusa de sí mismo, demuestra que es mucho peor con las palabras que con las imágenes. Lo que más me gustó fue, de nuevo, la honestidad del ejercicio. Este señor, reconocidísimo artista y probablemente millonario, Premio Nacional de Fotografía en 1999, se atreve a confesar que todavía le da vergüenza sacar fotos de la gente. Con un lenguaje farragoso nos cuenta que aún se siente inseguro cuando sale a cazar imágenes por ahí, que le da miedo no poder encontrarlas. A la vista de los resultados, queda claro que está diciendo la verdad. Las imágenes seleccionadas para Tres vídeos tristes tienen el encanto de lo fortuito y funcionan como testimonio de un viaje personal, pero nunca resistirán el paso del tiempo. Simplemente, supongo, ilustran el afán de un hombre humilde por seguir investigando, por seguir buscando. Que cada cual decida si eso ya es suficiente.

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04 octubre, 2006

En torno a Hitchcock: Extraños en un tren.

Que levante la mano quien no haya escuchado alguna vez la siguiente frase: “la película está bien, pero me gustó más el libro”. La gente se lee las novelas y luego, cuando alguien las convierte en cine, pretende que en la pantalla sean una réplica exacta de lo que leyeron. La mayoría de las veces, claro, se siente decepcionada. Pero… ¿por qué iban a ser la misma cosa? El cine y la literatura son lenguajes diferentes que manejan recursos completamente distintos. Tratar de equipararlos es un disparate, hasta el punto de que debería estar prohibido decir si una adaptación es buena o no. Lo único aceptable, en mi opinión, es decir si se ha hecho una buena película o una mala película a partir de un determinado libro.

Extraños en un tren, dirigida por Alfred Hitchcock en 1951, es un ejemplo perfecto para ilustrar esta idea. No sólo se basa en una novela de Patricia Highsmith, sino que además tiene acreditado al mismísimo Raymond Chandler como guionista. Sería fácil pensar que el director inglés quiso dar a su película una sólida base literaria, ¿verdad? Pues nada más lejos de la realidad. Hitchcock compró los derechos de la novela cuando la Highsmith era una completa desconocida. No le interesaba el nombre de la autora ni la forma en que el libro estaba escrito: tan sólo la idea. Dos desconocidos que se ponen de acuerdo para que cada uno asesine a la persona más odiada por el otro era un excelente punto de partida. A partir de ahí, según aseguraba el propio Hitchcock, el resto sería cosa suya. Si Raymond Chandler se incorporó al proyecto fue porque necesitaban a un autor consagrado para hacerlo más atractivo, no por su talento literario. De hecho, el director y él se llevaban a matar. Después de pelearse y gritarse durante semanas, cuando Chandler terminó con el guión y se lo pasó a Hitchcock, éste lo cogió con dos dedos, como si le diese asco, y lo tiró a una papelera. ¿Por qué? Muy sencillo. El escritor quería que los personajes tuviesen muchos diálogos para dejar claro por qué hacían tal o cual cosa, mientras que Hitchcock prefería contarlo todo con imágenes. Al fin y al cabo… ¿no era cine lo que estaban haciendo?

Nunca sabremos cómo habría sido la versión de Chandler, pero está claro que la de Hitchcock funciona como un mecanismo perfectamente engrasado. Su historia es mucho más sencilla que la de Highsmith y con menos matices, aunque extraordinariamente fluida y –lo que es más importante- muy fácil de ver. El director sacrifica los diálogos y los sustituye por elementos visuales que contribuyen a la narración. Entre estos elementos, yo me quedo con dos: el broche del malo y las gafas que lleva la mujer asesinada. El broche no es más que un imperdible con el nombre del personaje, pero sirve para que los demás le identifiquen y para que le descubran cuando miente sobre su identidad. Las gafas, a su vez, cumplen una doble función. Por un lado contribuyen a hacer más fea a la mujer que las lleva, un personaje odioso a quien Hitchcock quería que todo el mundo despreciase. Pero también sirven para que exista un parecido obvio entre ella y otra chica que es igualmente miope. Este parecido entre los dos personajes será fundamental para desencadenar una de las escenas más dramáticas de la película. Ni las gafas ni el broche estaban en la novela original, y sin embargo parecen imprescindibles para la película. ¿Por qué? Ya lo dije más arriba: porque la literatura y el cine son lenguajes diferentes que funcionan con una gramática diferente. El buen escritor es el que sabe manejar bien las palabras, mientras que el director ideal es aquel que puede prescindir de ellas. Yo soy fan tanto de la Highsmith como de Hitchcock, y cuantas más diferencias encuentro entre la novela de una y la historia del otro, más me gustan los dos.

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