23 marzo, 2010

Un Profeta: el placer (y el horror) de ver crecer un bigote.

Primera lección de cualquier manual del buen guionista: "para que la historia funcione, el personaje tiene que evolucionar desde un punto A a un punto B". O sea, aprender. Descubrir facetas de su personalidad que no sabía que estaban ahí. Mirar a ver qué lleva debajo de los pantalones o dentro de su corazón. La regla se aplica en todas las películas, pero no siempre con la misma solvencia. Es frecuente, por ejemplo, el truco de que el protagonista asista a una revelación final, que vea la luz en la última secuencia y diga ay, cómo he podido estar tan equivocado. La opción clásica: golpe, porrazo y fin. Frente a esto, yo prefiero mil veces asistir a la lenta y dolorosa formación de una conciencia. Como ocurre en El Profeta, la película francesa de la temporada, la que arrasó en los César franceses, la que se llevó el Gran Premio del Jurado de Cannes, la que perdió en los Oscars frente a El secreto de sus ojos. El director Jacques Audiard construye aquí un personaje que envejece, sufre y se vuelve sabio delante de la cámara, con un bigote que crece al mismo ritmo que las cicatrices. Un hombre que ha matado, con lo difícil y traumático que esto es, con lo que cambia el asesinato al asesino. Malik El Djebena, que así se llama el chaval, cruza el límite de la ficción y te salpica con la verosimilitud de su historia. He ahí la clave, entonces: en que al final parece que no estás viendo una película, de tanto como impresiona; en que no se nota el guión.

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