07 febrero, 2010

Con un seis y un cuatro (IV). Las mitologías de Manuel Vincent.

Cada tres o cuatro semanas el suplemento literario de EL PAÍS viene animado con una última página de Manuel Vincent. Mitologías, se titula la serie, y consiste en trazar retratos de genialidades atribuladas. Que yo recuerde, una vez escribió sobre lo borracha y puta que había sido Billy Holiday, otra sobre lo fogoso que había sido Modigliani y otra, justo el sábado pasado, sobre las infelicidades de Cezanne. Si alguna vez nos hemos preguntado quién cultiva y da pábulo a los topicazos románticos sobre artistas jodidos por la vida, la respuesta es Manuel Vincent. Su repertorio de sabáticas semblanzas podrá ser más o menos variado, pero siempre, siempre, siempre ofrece los mismos elementos biográficos: incomprensión generalizada, sufrimientos diversos y consagración final. De ahí el título, Mitologías: por muy viciosos, locos, atormentados o fornicadores que fuesen, todos los artistas retratados acabaron por congraciarse con la humanidad y entrar en el olimpo del arte. Para poner un ejemplo de lo que trato de explicar he recuperado nuestra hagiografía vincentiana favorita, la que más nos ha hecho reír, la que tiene a Dora Maar como protagonista. En ella, Manuel Vincent no sólo tira del consabido malditismo, sino que estrena (es un decir) un nuevo ingrediente: la pasión ibérica, por gentileza de Picasso. Atentos a la perla: "Dora Maar tuvo que desplegar todas las artes para agarrar y no soltar los testículos de aquel toro español del Guernica, que según algunos críticos es el autorretrato del pintor". Olé, olé, olé, viva Alfredo Landa.
Quien quiera leer el artículo entero, publicado en EL PAÍS el 26 de diciembre, que pinche en "leer más".

LAS LÁGRIMAS DE DORA MAAR.

En el cuadro del Guernica aparecen cuatro mujeres entre los escombros del bombardeo, todas con la boca abierta por un grito de terror, las cuatro mujeres son la misma, Dora Maar, la amante de Picasso en aquel tiempo. Hay un detalle añadido: los ojos del toro erguido en el ángulo izquierdo también son los de Dora Maar, que en la realidad eran de un azul pálido y algún psicoanalista lacaniano sabrá explicar el significado de un toro con ojos de mujer, que a su vez son idénticos a los del guerrero, cuyo cuerpo se halla destrozado en la base del cuadro.

Picasso conoció a Dora Maar a principios de 1936. Su encuentro se ha convertido ya en una fábula excelsa de sadomasoquismo. Estaba el pintor una noche en el café Deux Magots de París con el poeta Paul Éluard y vio que en la mesa vecina una joven parecía entretenerse dejando caer la punta de una navaja entre los dedos separados de su mano enguantada, abierta sobre el mármol del velador. No siempre acertaba, puesto que el guante estaba manchado de sangre. El pintor se dirigió a ella en francés y la joven le contestó en un español gutural, la voz un poco ronca, temblorosa, con acento argentino. Después de una excitada conversación el pintor le pidió la prenda ensangrentada como recuerdo y ella le dio a Picasso no sólo el guante sino la mano y el resto del cuerpo, sin excluir su alma atormentada, no en ese momento, puesto que Picasso, presintiendo la tempestad amorosa que se avecinaba, echó tierra por medio y se fue a la Costa Azul, pero allí en casa de unos amigos comunes se volvió a encontrar con la mujer ese verano y ya no tuvo escapatoria. Bajo el esplendor mórbido del sol de Mougins, filtrado por los sombrajos de cañizo, sus cuerpos comenzaron a cabalgar en busca de la violenta alma contraria.

Dora Maar no era una neófita en esta batalla con los hombres. Venía de los brazos de Georges Bataille, rey de la transgresión erótica, con quien había experimentado todos los sortilegios de la carne. Según su teoría los burdeles deberían ser las verdaderas iglesias de París. Bataille, junto con Breton, lideraba el grupo surrealista de izquierdas Contre-Attaque, que se reunía en un ático muy amplio de la Rue des Grands Agustins, 7, y se había hecho famoso por el libro Historia de un ojo, una mezcla de pornografía y lirismo con aditivos de violencia, autodestrucción y ceguera: el ojo -huevo que se introduce en la vagina-. En ese mundo se movía Dora Maar, exótica, bella y radical, siempre coronada con sombreros extravagantes.

Dora Maar era pintora, fotógrafa y poeta, hija de madre francesa y de un arquitecto croata, instalado en París, que encontró trabajo durante algunos años en Argentina. Con ella atravesó Picasso los años de la Guerra Civil española y la ocupación nazi de París, desde 1936 a 1943, un tiempo en que el pintor vivía en medio de un vaivén de mujeres superpuestas. Su esposa Olga había sido suplantada por la dulce y paciente Marie Thérèse Walter, de la que le había nacido su hija Maya, y ese oleaje le había traído, como el madero de un naufragio, a Dora Maar, que tuvo que desplegar todas las artes para agarrar y no soltar los testículos de aquel toro español del Guernica, que según algunos críticos es el autorretrato del pintor.

A inicios del año 1937 el Gobierno de la República española le encargó un mural a Picasso para la Exposición Internacional de París, que iba a inaugurarse en el mes de mayo. El contrato lo formalizó el cartelista Josep Renau, director general de Bellas Artes, en un bistró de la Rue de Bôetie, sobre una servilleta de papel y después se fue a jugar al futbolín con Tristán Tzara. La tragedia española estaba en su apogeo. Picasso sólo quiso cobrar los materiales, el lienzo y las pinturas, que, por cierto, fueron de una evidente mala calidad, como demuestra el deterioro en que se encuentra la obra. Dora Maar conocía el ático de la Rue des Grans Agustins, donde había celebrado diversas ceremonias demoniaco-surrealistas. Se lo mostró a Picasso para que lo alquilara. El local era famoso porque Balzac había situado allí la novela La Obra Maestra Desconocida, que trata de la obsesión de un pintor por representar lo absoluto en un cuadro. Dora Maar pensó que en el local había espacio suficiente para trabajar en un cuadro de gran tamaño. Y en ese ático comenzó Picasso una doble lucha. Durante los primeros meses no se le ocurría nada. Comenzó a realizar bocetos en torno a una especie de tauromaquia en medio de la convulsión de los desastres de una guerra, mientras Dora Maar iba levantando acta con la cámara de los esfuerzos y arrepentimientos del artista. En unos bocetos el caballo relinchaba abajo, en otros el toro mugía de otro lado. Dora Maar era a la vez testigo y protagonista, puesto que su rostro de frente ovalada y grandes ojos como lágrimas se repetía en todos los intentos en distintas figuras femeninas. Picasso incluso dejó que su amante pintara algunas rayas.

Mientras el Guernica tomaba la forma definitiva, alrededor del lienzo se había establecido otra suerte de bombardeo, que causó una catástrofe amorosa. En el ático entró un día la dulce y paciente Marie Thérèse Walter y se enzarzó a gritos con Dora Maar. Con insultos que se oían desde la calle, le echó en cara el haberle robado a su amante, al que ella había dado una hija. A esta escena violenta de celos se unió Olga, la compañera legal, y mientras las tres mujeres gritaban, Picasso seguía alegremente pintando el Guernica, muy divertido. Esta reyerta explosiva se hizo famosa en el Barrio Latino. El día 26 de abril de 1937, cuando el cuadro ya estaba casi terminado, sucedió el espantoso bombardeo de Guernica por la Legión Cóndor. En homenaje a esa villa bilbaína, donde se conservaban los símbolos de un pueblo vasco, Picasso tituló el cuadro con su nombre. A partir de ese momento el Guernica se convirtió en un cartel universal contra la barbarie.

La batalla la había ganado Dora Maar. Ese mismo verano de 1937 se les ve muy felices en las playas de Antibes en compañía de otros seres maravillosos, desnudos en sillones y hamacas, Nush y su marido Éluard, Man Ray y su novia Ady, bailarina de Martinica, Lee Miller y Rolland Penrose, Jacqueline Lamba y André Bréton. Jugaban a intercambiarse los nombres y las parejas a la hora de la siesta y el más vanguardista en el sexo también era Picasso, que, según contaba Marie Térèse, solía practicar la coprofagia con sumo arte.

Picasso ejerció sobre Dora Maar otra suerte de sortilegio a la manera de su antiguo amante Georges Bataille. La convirtió en La Mujer Que Llora: así aparece, erizada por el llanto en casi todos los cuadros en que ella le sirvió de modelo. Hasta su separación sumamente traumática Dora Maar fue la Dolorosa traspasada por siete navajas, que eran todas la misma que ella usaba el día en que se conocieron en el café Deux Magots, un símbolo del dolor de la guerra y del placer de la carne.

"Después de Picasso, sólo Dios", exclamó Dora Maar ante Lacan, el psicoanalista que la ayudó soportar el abandono del pintor. La mujer entró en una fase mística, se retiró del mundo, se encerró en su apartamento de París y sobrevivió un cuarto de siglo al propio artista. Murió en 1997, a los 90 años. En el Guernica sus ojos en forma de lágrimas se repiten en el toro, en el guerrero, en la madre que grita de terror con un niño muerto en los brazos, en la mujer que huye desnuda bajo las bombas, tal vez, desde un lavabo con un papel en la mano y en la que saca una lámpara por la ventana e ilumina todas las tragedias de la historia.


1 comentario:

Alis dijo...

Exactamente lo contrario de Seth. Mientras él le da vueltas a la biografía y al género de historia sin ocultarnos que es imposible llegar a una verdad pura no construída, Manuel Vincent se contenta con repetir los estereotipos más extendidos sobre esos personajes mitológicos.
Me aburro.