15 enero, 2010

De toda la vida (II). Me llamo Rojo.

Para algunos, el premio Nobel de Literatura que se llevó Orhan Pamuk en 2006 fue un galardón oportunista que se entregaba para limar asperezas con el Islam. Era la época de las caricaturas de Mahoma en Dinamarca, y sólo dos años antes un radical había asesinado al director Theo Van Gogh en la tolerante Holanda. Premiar a un escritor turco que rescataba la tradición oriental y la hacía tan tentadora como inofensiva era, efectivamente, una buena estrategia para que todos nos fuésemos a dormir con la conciencia tranquila. De Pamuk yo sólo he leído Me llamo Rojo, una historia de asesinatos e ilustradores que transcurre en el Estambul del siglo XVI. La novela es demasiado larga, pero merece la pena porque está plagada de reflexiones estéticas sobre el conflicto entre tradición y autoría. O lo que es lo mismo: entre hacer lo mismo de siempre o adaptarse a los tiempos que corren. A partir de una aleya del Corán ("no son iguales el ciego y el que ve"), Pamuk desarrolla una curiosa teoría. Según él, por un lado está el artista que pinta "de memoria" porque se limita a repetir esquemas tradicionales, de toda la vida (el ciego), y por el otro está su opuesto, el que introduce innovaciones para ser más fiel a la realidad, a su tiempo o a sus inquietudes personales (el que ve). ¿Es el arte de los dos igual de válido? La pregunta ha dado para siglos de debate y todavía no tiene respuesta.
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