La cinta blanca es una de esas pelis que hay que ver cuando uno lleva mucho tiempo sin pasar por el confesionario. Después de contemplar este formidable despliegue de faltas, maldades, castigos y onanismos reprimidos, los pecadillos del espectador adquieren una insignificancia reconfortante que permite afrontar otros cuantos años de sequía confesional. ¡Qué saludable liberación! Además de eso, si nos ponemos serios, La cinta blanca también lanza una inquietante pregunta: ¿qué pasaría si una sola persona acumulase las dos facetas tradicionales del concepto "padre": la biológica y la espiritual? Para contestar, Haneke hace protagonista de su película a un súper padre, padre al cuadrado, cura y papaíto al mismo tiempo, que lo mismo te da de beber la sangre de Cristo en la iglesia que te deja sin cenar en el salón por haberte hecho una pajilla. Y todo eso con el ceño fruncido. El villano definitivo, qué miedo. Precisamente aquí reside el gran mérito de La cinta blanca, en haber logrado dibujar un Gran Mal cuyo poder y alcance son ilimitados: empiezan en el confesionario y ya no se sabe hasta dónde llegan. Según parece sugerir Haneke, esta paternidad hipertrofiada llega incluso a provocar las calamidades de la humanidad. Pero yo, como soy menos pretencioso, me conformo con que me quite las ganas de sentirme culpable. Ya lo dije al principio: pagar esta entrada equivale a años de confesión...
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22 enero, 2010
Mi familia es rara (II). La cinta blanca.
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