En mi facultad no se puede fumar, pero hay gente que lo hace. El otro día, por ejemplo, había un tipo en el pasillo que se había encendido un cigarro y se lo estaba fumando tan tranquilo. Un bedel se acercó para preguntarle si es que no había visto los carteles, que están por todos los pasillos, y él le contestó que sí, pero que le daba igual. Entonces se sumó al reproche una profesora: ¿no sabía que estaba prohibido fumar? El tipo, sin ruborizarse lo más mínimo, le contestó con otra pregunta: “¿Y tú no sabes que está prohibido prohibir?”. Yo, que estaba observando la escena, cerré los ojos con fuerza: siempre he tenido la esperanza de que algún día caerá un rayo del cielo para fulminar a los que dicen gilipolleces, y no estaba dispuesto a quedarme ciego con el resplandor. Por desgracia, el cielo no se abrió ni dejó caer castigo alguno. Más bien todo lo contrario: la profesora se quedó flipada, calibró durante un par de segundos la tremenda estupidez de aquel estudiante y, desengañada, prefirió marcharse antes que seguir discutiendo con él. El tipo del cigarrillo, claro, se quedó tan pancho y sintió que había vencido.
No pretendo aquí entrar en debates sobre la oportunidad de la campaña anti-tabaco. En esta historia, de hecho, los cigarrillos son sólo una excusa. Simplemente quería ilustrar lo idiota que puede llegar a ser la gente, y la anécdota del fumador me ha parecido perfecta. Exactamente igual que ocurría en Smoking Room, la película con la que, allá por 2002, Roger Gual y Julio D. Wallovits ganaron el Goya a
En principio, Smoking Room fue un estreno atípico porque no tenía guión sino monólogos. Casi todas las secuencias estaban planteadas a modo de diálogos entre dos personajes, pero casi siempre era uno el que hablaba y otro el que escuchaba. La principal virtud de aquellas conversaciones era que sonaban tan reales como las que tú acababas de tener con tus colegas. En el cine español, por mucho que nos esforcemos, no sabemos hacer verosímiles los diálogos. A veces es culpa de los guionistas, que se pasan tanto tiempo escribiendo que ya ni saben lo que es hablar con alguien, y otras veces es porque nuestros actores son tan patéticos que no te crees una palabra de lo que recitan. El caso es que los diálogos suenan siempre acartonados, y que Smoking Room marcó una diferencia en este sentido.
Gual y Wallovits, además, supieron utilizar estas pequeñas viñetas de conversación para completar un puzzle mucho más grande. A medida que la película iba avanzando, uno se daba cuenta de que entre los personajes existían sutiles relaciones de poder, amistad, admiración o indiferencia. Y esta compleja trama, apenas sugerida, era el principal valor dramático de la película. Smoking Room retrataba con óptica descarnada la cruda realidad de un entorno laboral corriente, donde el hombre deja de ser hombre y se convierte en lobo. El viejo tópico de que el mundo del trabajo es una jungla se hacía explícito allí mismo, pero sin ser tópico.
La única pega que cabría poner a la película era su excesiva carga teatral. Por muy bien hilvanados que estuviesen los monólogos, Smoking Room estaba peligrosamente cerca de ser una obra de teatro filmada. Todavía tengo mis dudas sobre si cruzó o no el límite, pero una cosa está clara: Gual y Wallovits la rodaron con una gran coherencia estilística. Los encuadres que usaron fueron casi siempre muy cortos e incómodos de ver, mientras que la puesta en escena se basaba en el espacio cerrado. Con todos estos ingredientes, Smoking Room provocaba una desagradable sensación de claustrofobia que casaba perfectamente con la idea de que la oficina es un microcosmos putrefacto. Sólo por lo arriesgado de la propuesta, la cinta ya se merecía –al menos- destacar.
Hoy en día, lo que más valoro de Smoking Room es precisamente esto: la riqueza de su ambigüedad. La película, además, no sólo es difícil de clasificar por cómo está hecha, sino también por el mensaje que se desprende de ella. ¿Qué importancia tiene en la historia el asunto del tabaco? Como ya dije antes, a mí me basta de sobra con que sea una simple excusa para retratar al hombre estúpido. Pero puestos a discutir, podríamos lanzar distintas hipótesis. ¿Se trata de una crítica a la intolerancia? ¿O más bien de una burla de los fumadores, capaces incluso de humillarse por un cigarrillo? Lo importante, como ya se dijo alguna vez en Sindrogámico, no es conocer la respuesta sino hacerse la pregunta.
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