04 octubre, 2006

En torno a Hitchcock: Extraños en un tren.

Que levante la mano quien no haya escuchado alguna vez la siguiente frase: “la película está bien, pero me gustó más el libro”. La gente se lee las novelas y luego, cuando alguien las convierte en cine, pretende que en la pantalla sean una réplica exacta de lo que leyeron. La mayoría de las veces, claro, se siente decepcionada. Pero… ¿por qué iban a ser la misma cosa? El cine y la literatura son lenguajes diferentes que manejan recursos completamente distintos. Tratar de equipararlos es un disparate, hasta el punto de que debería estar prohibido decir si una adaptación es buena o no. Lo único aceptable, en mi opinión, es decir si se ha hecho una buena película o una mala película a partir de un determinado libro.

Extraños en un tren, dirigida por Alfred Hitchcock en 1951, es un ejemplo perfecto para ilustrar esta idea. No sólo se basa en una novela de Patricia Highsmith, sino que además tiene acreditado al mismísimo Raymond Chandler como guionista. Sería fácil pensar que el director inglés quiso dar a su película una sólida base literaria, ¿verdad? Pues nada más lejos de la realidad. Hitchcock compró los derechos de la novela cuando la Highsmith era una completa desconocida. No le interesaba el nombre de la autora ni la forma en que el libro estaba escrito: tan sólo la idea. Dos desconocidos que se ponen de acuerdo para que cada uno asesine a la persona más odiada por el otro era un excelente punto de partida. A partir de ahí, según aseguraba el propio Hitchcock, el resto sería cosa suya. Si Raymond Chandler se incorporó al proyecto fue porque necesitaban a un autor consagrado para hacerlo más atractivo, no por su talento literario. De hecho, el director y él se llevaban a matar. Después de pelearse y gritarse durante semanas, cuando Chandler terminó con el guión y se lo pasó a Hitchcock, éste lo cogió con dos dedos, como si le diese asco, y lo tiró a una papelera. ¿Por qué? Muy sencillo. El escritor quería que los personajes tuviesen muchos diálogos para dejar claro por qué hacían tal o cual cosa, mientras que Hitchcock prefería contarlo todo con imágenes. Al fin y al cabo… ¿no era cine lo que estaban haciendo?

Nunca sabremos cómo habría sido la versión de Chandler, pero está claro que la de Hitchcock funciona como un mecanismo perfectamente engrasado. Su historia es mucho más sencilla que la de Highsmith y con menos matices, aunque extraordinariamente fluida y –lo que es más importante- muy fácil de ver. El director sacrifica los diálogos y los sustituye por elementos visuales que contribuyen a la narración. Entre estos elementos, yo me quedo con dos: el broche del malo y las gafas que lleva la mujer asesinada. El broche no es más que un imperdible con el nombre del personaje, pero sirve para que los demás le identifiquen y para que le descubran cuando miente sobre su identidad. Las gafas, a su vez, cumplen una doble función. Por un lado contribuyen a hacer más fea a la mujer que las lleva, un personaje odioso a quien Hitchcock quería que todo el mundo despreciase. Pero también sirven para que exista un parecido obvio entre ella y otra chica que es igualmente miope. Este parecido entre los dos personajes será fundamental para desencadenar una de las escenas más dramáticas de la película. Ni las gafas ni el broche estaban en la novela original, y sin embargo parecen imprescindibles para la película. ¿Por qué? Ya lo dije más arriba: porque la literatura y el cine son lenguajes diferentes que funcionan con una gramática diferente. El buen escritor es el que sabe manejar bien las palabras, mientras que el director ideal es aquel que puede prescindir de ellas. Yo soy fan tanto de la Highsmith como de Hitchcock, y cuantas más diferencias encuentro entre la novela de una y la historia del otro, más me gustan los dos.

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