18 octubre, 2006

Henri Cartier-Bresson.

En Valladolid acaban de inaugurar una exposición sobre Cartier-Bresson. A mí me basta con saber esto para ir a verla, pero por si acaso alguien necesita más información, he aquí algunas impresiones.

LO QUE ME GUSTÓ.

Cada vez que veo una foto de este tío me hago la misma pregunta: “¿cómo carajo se las apaña para que le dé tiempo a encuadrar, enfocar, ajustar valores y disparar?”. La mayoría de los libros de fotografía sólo ofrecen la respuesta más simple y obvia: “porque busca el instante”. ¡No jodas! Hasta ahí, señores, ya llegaba yo solito. La cuestión no es lo que busca, sino el truco para conseguirlo. ¿Cómo puede alguien saber que un instante decisivo se va a producir? Y no una vez, no. ¡Todas las veces!

Para ilustrar esta angustia que me corroe, voy a contar una anécdota personal. Ayer mismo, sin ir más lejos, estaba yo en un portal de la Gran Vía y vi pasar al típico grupo de hare krishnas. Uno de ellos, el que llevaba el tambor, cantaba con una cara de felicidad tan perfecta que podría dar para una foto estupenda. Pero la verdadera foto, no obstante, estaba por llegar: de pronto el tamborilero se chocó con otro tipo que iba por la calle y cambió su cara de éxtasis por una cara de odio profundo. Sólo duró unos instantes y fue la imagen perfecta. Si yo hubiera tenido una cámara a mano jamás habría sabido que aquello iba a ocurrir. Pero Cartier-Bresson sí. ¿Por qué?

He estado reflexionando y al final he llegado a una conclusión: porque era cazador. Con 20 primaveras se fue a África y se pasó un año entero matando animales salvajes. Si no fuera porque pilló unas fiebres y estuvo a punto de palmarla, los únicos que habrían hecho fotos en esta historia habrían sido los de Green Peace, y las habrían hecho para denunciarle por exterminador. Pero, como digo, Cartier-Bresson regresó de África medio muerto y, una vez en la ciudad, cambió la escopeta por la cámara. El instinto siguió intacto, así que lo único que tenía que hacer era esconderse detrás de cualquier valla, listo para disparar en el instante preciso. El resultado, por supuesto, es mucho mejor que un montón de pobres leones disecados: fotografías deliciosas, con tanta vida que producen asombro.

LO QUE NO ME GUSTÓ.

La frase que más rabia me da escuchar en un museo es la siguiente: “eso lo hace cualquiera”. Esas palabras, en boca de otro, me provocan un desprecio inmediato. Y, sin embargo, yo mismo coqueteé con ellas mientras veía la exposición. Además de las fotos de instante decisivo que describía antes, resulta que en Valladolid han expuesto también algunas imágenes de cuando el fotógrafo estuvo en España. Son fotografías impactantes, por supuesto, pero tienen truco: es como si ahora el cazador sólo apuntase a animales heridos, moribundos, inmóviles. Lo cual, si no está al alcance de cualquiera, por lo menos es mucho más fácil que pillar a un león en plena carrera. Las fotos que Cartier-Bresson se trajo de Sevilla, de Madrid o de Alicante son retratos de mendigos, de niños autistas y de niños cojos que juegan en la calle, de putas y travestis o de viejas locas. Dicen que en aquella época España era el único país del mundo donde se podía encontrar Surrealismo en estado puro, y que probablemente eso fue lo que atrajo al fotógrafo. En cualquier caso, lo que está claro es que aquí ya no hay universalidad, como en las fotos de instante decisivo, sino un mero testimonio. Ese testimonio resulta estremecedor e inolvidable, mucho más impactante que la obra de cualquier otro fotógrafo, pero en el fondo no es lo que uno espera de Cartier-Bresson, el gran cazador.

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