21 noviembre, 2008

USA. Monument Valley. (23)

Mi cámara es mi posesión más preciada, la máquina que más quiero. Siempre la llevo guardadita en la mochila, dentro de su funda acolchada y perfectamente limpia. Pero hay veces en que tengo que escoger entre ese amor enfermizo y una buena foto. Y puede ser que escoja la foto. Me pasó, por ejemplo, nada más llegar a Monument Valley. Fue bajar del coche y empezar una tormenta de arena naranja, con millones de pedacitos de montaña volando en línea recta hacia mi cámara. En un minuto, la óptica se me llenó de pequeños granitos que chasqueaban y hacían ric-ric cuando giraba el aro del foco. Los típicos granitos que te rayan un cristal. Pero la escena de los demás turistas intentando protegerse era demasiado tentadora para mi, no podía dejarla escapar. Me coloqué una cazadora y un pañuelo encima, me puse las gafas de sol y disparé la cámara varias veces, a toda velocidad, casi a ciegas. Sólo una chica se dio cuenta de que yo estaba allí: la que sale riéndose de la pinta que tenía.
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