01 noviembre, 2010

No somos nadie (XV). El sepulcro de Kennedy.

Uno de los trucos más comunes para sortear el peligro de no ser nadie es garantizarse una eternidad de piedra. Una tumba, vamos, con la que cualquiera pueda saber cómo te llamabas, en qué dios creías y cuántos años llegaste a cumplir. De cementerios está el mundo lleno, el delirio de la inmortalidad no distingue cuentas corrientes. Otra cosa es que la estrategia del muerto funcione y no se tuerzan los planes. Pienso, por ejemplo, en el sepulcro de Kennedy. Cuando el presidente fue asesinado en Dallas, su viuda decidió que había que diseñarle un enterramiento digno. Y para ello contrató a John C. Warnecke, uno de los arquitectos más prometedores de la época. Warnecke era amigo del matrimonio, practicaba una concepción moderna de la arquitectura y vestía muy bien. Durante dos años, Jackie Kennedy y él trabajaron codo con codo para diseñar un mausoleo que conmemorase al muerto. La ironía está en que, a fuerza de trabajar para recordarlo, terminaron olvidándose de él. Mucho antes de inaugurar la tumba del marido muerto ya estaban liados y hasta pensaban en casarse. Evidentemente, las hordas de turistas que ahora visitan Arlington no perciben esta burla del destino. Pero desde mi punto de vista, este sepulcro sólo transmite un mensaje devastador: "en cuanto te vas, te sustituyen".

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