29 marzo, 2010

Cuatro carteles de Semana Santa. CUATRO: El inefable.

Mi amigo JMP y yo compartimos debilidad por los Rompimientos de Gloria. De pronto el cielo se abre, se vierte la luz y desde aquí abajo atinamos a ver un cachito de Dios. El fenómeno ya estaba en la portada de los libros de religión de cuando éramos pequeños, y desde entonces ha seguido más o menos presente en nuestras vidas: el día menos pensado se separan dos nubes, se derrama un torrente de poder y todos sonreímos porque sabemos que hemos asistido a lo sobrenatural. Es un milagro corriente que, sin embargo, fotografiamos con la sensación de estar ante el mismísimo día del Juicio Final. Pero para captar la manifestación de lo divino en todo su esplendor no basta con estar ahí y disparar con la cámara. Como tampoco bastan cuatro palabras bonitas o un texto escorado hacia el misticismo barato. Una Epifanía en toda regla se salta todas las reglas, tanto las del buen gusto como las del malo, porque no es asunto de los hombres sino del Más Allá. Por eso imágenes como ésta, donde el corta-pega renuncia a la proporción renacentista y las enseñanzas de los cursos por correspondencia se aplican sin delicadeza, resultan sobrecogedoras. Es posible que algunos, al ver este cartel, piensen que estremece por la impericia de su autor. Pero están equivocados. Si a uno se le ponen los pelos de punta cuando ve esto es porque está contemplando un Rompimiento de Gloria. Que, por cierto, no tiene nada que ver con la rotura de aguas.

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28 marzo, 2010

Cuatro carteles de Semana Santa. TRES: El que nadie verá.

En Semana Santa tiene un cartel todo Dios: desde el ayuntamiento de turno hasta la hermandad más humilde. Es abrumador. El número de carteles aumenta de forma exponencial en función del nivel de profesionalidad, porque afiches oficiales hay uno, pero amateur hay miles. Son muchos los pueblos y hermandades que convocan concursos entre los fieles o los cofrades. Luego los trabajos se exponen, se debaten, se votan y sale el ganador. Por desgracia son demasiados los que se quedan fuera, algunos tan impactantes como éste de Puente Genil. Adán y Eva en plan Diane Arbus, hombro con hombro, como las niñas de El Resplandor. Según he investigado por ahí, en este pueblo cordobés es tradición que durante la Semana Santa desfilen figuras bíblicas, desde el siempre desconocido Antiguo Testamento hasta todo el repertorio de secundarios de la vida de Jesús. Ahí están los portadores del Arca de la Alianza (sí, la que sale en la peli de Indiana Jones), un Judas grotesco y Lot, más conocido por paciente que por frecuentar Sodoma. Adan y Eva desfilan el Miércoles Santo. Como ese día no es festivo, los curritos tienen que ir con su traje de faena, y por eso la procesión se llama "de cuellos sucios". El cartel me gusta porque me pirran las parejas, sobre todo si son iguales y dan un poco de mal rollo. Para ver una foto de Diane Arbus que se parece bastante, sólo hay que pinchar en "leer más".


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27 marzo, 2010

Cuatro carteles de Semana Santa. DOS: El que está hecho con Paint.

Me gusta este cartel por dos motivos. Primero, porque una parte de mi corazón está en Palencia y siento debilidad hacia todo lo que tenga que ver con aquella tierra. En mi bolsillo llevo un llavero de Saldaña y siempre que pido cecina en un mesón me entran ganas de llorar. Pero es que, además, me pirra el efecto Paint. En 25 años no he podido superar el impacto que supuso para mi usar las rudimentarias herramientas de los programas de diseño del Amstrad. No importa cuántas horas se me vayan delante de Photoshop: al final siempre vuelvo a la tosca simplicidad del Paint, con sus colores planos, sus líneas rectas y sus cuatro posibilidades. Es inevitable que mi corazón se alborote cuando compruebo que estas dos pasiones íntimas se han dado la mano en el cartel palentino de 2010. Palencia, la bella desconocida, en mapa de bits. Cuánta belleza con tan pocos elementos. Todo el cartel es maravilloso, pero si tengo que destacar algo me quedo con el sutil homenaje al comecocos. Cuando veo esos capirotes casi puedo escuchar el bip-bip-bip-bip que endulzó mis largas y despreocupadas tardes de la pre-adolescencia, aquella época en que las emociones más grandes cabían en 128 k. Quienquiera que haya diseñado este cartel habrá pasado por una educación sentimental parecida, lo percibo. Somos hermanos.

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26 marzo, 2010

Cuatro carteles de Semana Santa. UNO: El que copia a Aramburu.

Sabíamos que Javier Aramburu había marcado el rumbo estético del indie español con sus portadas para Los Planetas y La Buena Vida. Sabíamos que sus ingrávidos personajes dibujados con línea clara servían para ilustrar canciones como San Juan de la Cruz o Santos que yo te pinte. Pero aun así, ninguno de nosotros sospechaba que su influencia llegaría hasta la cartelística de Semana Santa. Estos días he estado revisando los carteles de las hermandades de España y mi sorpresa ha sido mayúscula al dar con esto. No es Aramburu, pero podría serlo. En el cartel de la Tamborada de Hellín de 2010 están sus características líneas ondulantes, su gusto por los contrastes de texturas y su sencillez. Casi parece la portada de un single de Los Planetas... de no ser porque ahora Los Planetas prefieren a Juanjo Saez. Lo que más me gusta del cartel es que incluye a la Paloma del Espíritu Santo con un bocadillo de cómic, en clara alusión al Verbo Divino que hizo posible la Inmaculada Concepción. El detalle del palillo en la pata de la paloma es una licencia localista del autor, pero no resta mérito al conjunto. Lástima que el estilo de Aramburu esté un poco demodé. Para comparar con lo que él dibujante vasco hacía 10 años atrás, sólo hay que pinchar en "leer más".




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23 marzo, 2010

Un Profeta: el placer (y el horror) de ver crecer un bigote.

Primera lección de cualquier manual del buen guionista: "para que la historia funcione, el personaje tiene que evolucionar desde un punto A a un punto B". O sea, aprender. Descubrir facetas de su personalidad que no sabía que estaban ahí. Mirar a ver qué lleva debajo de los pantalones o dentro de su corazón. La regla se aplica en todas las películas, pero no siempre con la misma solvencia. Es frecuente, por ejemplo, el truco de que el protagonista asista a una revelación final, que vea la luz en la última secuencia y diga ay, cómo he podido estar tan equivocado. La opción clásica: golpe, porrazo y fin. Frente a esto, yo prefiero mil veces asistir a la lenta y dolorosa formación de una conciencia. Como ocurre en El Profeta, la película francesa de la temporada, la que arrasó en los César franceses, la que se llevó el Gran Premio del Jurado de Cannes, la que perdió en los Oscars frente a El secreto de sus ojos. El director Jacques Audiard construye aquí un personaje que envejece, sufre y se vuelve sabio delante de la cámara, con un bigote que crece al mismo ritmo que las cicatrices. Un hombre que ha matado, con lo difícil y traumático que esto es, con lo que cambia el asesinato al asesino. Malik El Djebena, que así se llama el chaval, cruza el límite de la ficción y te salpica con la verosimilitud de su historia. He ahí la clave, entonces: en que al final parece que no estás viendo una película, de tanto como impresiona; en que no se nota el guión.

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22 marzo, 2010

Curiosidades de una tesis. El culto al sol.


No es extraño que en 1940 (¡1940!) se esté anunciando ya tan claramente el turismo de playa. Sin duda, el famoso “boom” de los sesenta no empezó en los sesenta sino mucho antes. Lo que sí me parece absolutamente sorprendente de este cartel es el color tan oscuro de la piel de esa nórdica (porque aunque la sombrilla la tapa no dudamos que debajo hay una rubia) y sus hijos. El moreno está tan exagerado que hasta parecen negros, y eso, ¡en un cartel editado en plena represión franquista! Si me preguntan, hubiera jurado que la manía de ponerse morenos en verano era algo bastante moderno.

El culto desmedido al sol que se ha generalizado en los últimos tiempos y que vino impuesto por un nuevo modelo de belleza (femenina, se entiende, porque al hombre no se le obliga a estar siempre guapo) empezó tan pronto como los años 20. Al parecer, en la época del cabaret las clases altas (que son siempre las clases guapas) empezaron a no rehuir las caricias de los rayos uva. Un tono convenientemente oscuro de piel le daba a una mujer naturalidad, espontaneidad, juventud. Se ha manejado incluso la hipótesis de que se buscase una proximidad estética a las mujeres negras, por aquello de la sensualidad que supuestamente les es característica –de ahí, el tono exageradamente oscuro de la piel de nuestra sueca.
Ese culto al sol será uno de los factores que influyan en el progresivo desplazamiento del turismo nórdico de las costas que le son propias a las más cálidas del Mediterráneo. Paradójicamente, ese desplazamiento hacia las costas del sur hará que el foco de interés se desplace del mar (el baño revitalizante, la contemplación romántica del horizonte) al sol y su traducción física: la arena. En nuestra imagen, la sueca/negra reposa sobre una arena rabiosamente dorada que lo desborda todo como una gran fuente de luz y calor, reflejo de ese gran sol del que la sombrilla la protege.

Por cierto que la playa también acabará finalmente siendo desplazada por la piscina, la cual dispone de la misma cantidad de sol, y además es mucho más cómoda e higiénica. Y de nuevo, paradoja: cuando la playa, con su situación geográfica específica y su carácter local propio, pase a un segundo plano, entonces los diversos destinos vacacionales empezarán a ser intercambiables. Me da igual si el lugar donde está mi combinación de "sol-hotel con piscina-vistas al mar" se llama Tenerife o Chipre. Ese sol que España promocionó tanto durante el boom será el responsable de que finalmente España sea abandonada en favor de otros destinos igual de soleados, y mucho más baratos.

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21 marzo, 2010

Zoo Station. Hospital.

Fin. Das Ende. Berlín se acaba en mitte, se cierra la puerta hasta nuevo aviso. Para culminar este soliloquio de emociones e impresiones he querido mostrar una secuencia de fotos que nunca antes le había enseñado a nadie. Días antes de marcharnos de la ciudad, un frío martes o un frío miércoles de otoño, cogimos el coche y condujimos hacia los bosques de Brandemburgo. Nos habían dicho que a unos cincuenta kilómetros de la ciudad seguía en pie un antiguo hospital de la RDA, oculto entre los árboles. Fue difícil encontrarlo, pero dimos con él. Era un conjunto de edificios, ocho, diez, doce, no sé, todos abandonados. Parecía que los enfermos se habían ido de allí corriendo nada más caer el muro, súbitamente sanos. Cruzabas el umbral, acojonado, y el sonido de tus pisadas te tomaba la delantera, se te escapaba y corría por pasillos desiertos, subía escaleras, entraba en duchas, en cocinas, en salones quemados, rebotaba en el techo y luego bajaba rápido, los peldaños de tres en tres, para erizarte los pelos del cogote, bu, qué miedo. Dedicamos una hora y pico a recorrer el sitio con un trípode, haciendo fotos de obturaciones eternas. Click... clack. Click... clack. Nunca he sentido la luz como aquella tarde, entrando morosa por las ventanas, sin estruendo. Con el anochecer nos trepó por los zapatos un frío de veinte inviernos y salimos impresionados. No volví a hacer más fotos en Berlín, ésas fueron las últimas. Para verlas sólo hay que pulsar F11 y, a continuación, pinchar en la puerta adjunta, la que acompaña este texto. Ha sido un placer compartir Berlín con los improbables lectores de mitte. Gracias a los que han seguido hasta aquí. Mañana Dios dirá. Auf wiedersehen, pues.

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20 marzo, 2010

Zoo Station. Strandkörbe.

Terminar esta serie es como hacer las maletas después de vacaciones y cerrar el chiringuito. Por última vez repaso los textos publicados sobre Berlín para comprobar que todo está cerrado y listo para el silencio, y que quien venga después, mañana o dentro de un año, sepa cómo moverse por estos cuarenta y tantos posts olvidados. Obsesionado por cerrar el círculo y someterme a las leyes de la simetría, es inevitable que recupere la historia de los Strandkörbe, las "cestas de playa". Artilugios de una sofisticación pasada de moda que me fascinan por su absurda complejidad y por el olor que desprenden a otra época. Creo que es un objeto de gran envergadura poética, capaz de soportar metáforas insospechadas o, simplemente, de evocar sensaciones poco frecuentes. A partir de los Strandkörbe yo he tratado de contar la extrañeza de vivir en otro país, las pequeñas satisfacciones de un fotógrafo aficionado y, ahora, el desamparo de la despedida. ¿Qué escribiré aquí el lunes? No lo sé, no tengo ni idea. Por suerte, todavía hay algo que me ilusiona: la exposición de fotos que inauguramos el jueves. Y fíjate tú qué cosas, en el segundo tráiler que hemos editado para promocionarla... ¡también hay un Strandkörbe! Si alguien quiere verlo, sólo tiene que pinchar en "leer más".

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19 marzo, 2010

Zoo Station. Camping.

Antepenúltima foto de la serie, esto se acaba pasado mañana. Fin de Berlín, de una vez por todas. Termino el Día del Padre lo que empecé a pergeñar por Todos los Santos, hace cinco meses, cuando me dieron la oportunidad de publicar en el blog de PHotoEspaña. Era inevitable cerrar el círculo y tratar de atar cabos. Por eso, si lo primero que escribí fue que "el día que llegamos a Berlín, Alis y yo acampamos en una piscina abandonada que habían reciclado en bar", lo justo es que termine contando cómo era aquel sitio. Que hable de las tiendas amontonadas, que cuente cómo se nos colaba un zorro todas las noches y merodeaba entre los zapatos, que describa las fiestas de británicos borrachos. Te levantabas, ibas al baño y tenías la sensación de que estabas en un lugar disfrazado de otra cosa, con reglas nuevas. Como cuando vas a las boutiques de la calle Barco y notas que todas eran prostíbulos el viernes pasado, que donde ahora están los jerseys doblados había antes una tía bailando en bolas. En aquel camping de Berlin la lógica de las cosas estaba invertida de una forma similar: jugabas al tenis en el fondo de la piscina y te tomabas una cerveza en el trampolín. Oliendo a cloro de los años ochenta. Para comprender mejor lo que trato de explicar se puede pinchar en "leer más", porque en la segunda parte del post hay otra foto.

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18 marzo, 2010

Zoo Station. Anhalter Banhoff.

Lo sobrecogedor de Berlín es que anteayer fue una ciudad distinta y ya no se nota. No queda ni rastro, es casi imposible hacerse a la idea de lo que hubo y se llevó la guerra. Los edificios que salían en las postales, los que resoplaban de ires y venires, de coches, de trenes, de vendedores ambulantes, esos edificios optimistas que pensaban que estarían ahí para siempre ya no están. Ahora es un mundo de fantasmas que todavía se percibe, con un poco de imaginación, en las proximidades de Postdamer Platz. Aquí, hoy, sólo hay un puñado de rascacielos que atraen turistas y gente fea. Pero hace ochenta años estaba el centro loco, moderno, cosmopolita y estruendoso del mundo, el corazón de Berlín. Y justo al lado, vomitando recién llegados por la mañana y por la noche, la gigantesca estación de Anhalter Banhoff, el Atocha de la ciudad. Una catedral de ladrillo y hierro, consagrada al ferrocarril, al ruido y al vapor, que saltó por los aires cuando Europa se puso guerrera y que nunca jamás volvió a ser lo que era. Con el Muro esta zona murió por segunda vez, se quedó para suspicacias y fusiles amartillados, descampada. Y la vieja estación de Anhalter Banhoff silenció, reducida a un mísero muro que se percibe sólo si estás atento. Hoy es una estación subterránea de S-Bahn, pero Alis me contagió su entusiasmo por ella y por eso ha salido aquí. Era inevitable.

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17 marzo, 2010

Zoo Station. Cafe Moskau.

Hay pocos sitios donde ver una réplica del Sputnik sin que la cosa resulte kitch. Uno de ellos es el café Moskau, en Berlín. Ahí arriba, encima de la celosía (como quien dice) está el primer satélite de la historia, emblema y orgullo de la carrera espacial soviética. A mí, desde la acera, siempre me ha dado la sensación de que parece más una cabeza con cuatro pelos que un prodigio de la astronomía. Pero aun así el cacharro ejerce una poderos atracción sobre mi, me lo creo. Quiero decir, me creo que está en el sitio adecuado, que no podía estar en otro sitio. Un café levantado por el gobierno comunista de la RDA, en la avenida más comunista de todo Berlín, con el nombre de la capital de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Como para no creérselo. Según he leído, el Café Moskau fue un símbolo de la pretendida sofisticación socialista durante los años grises del Telón de Acero. La ironía del asunto es que comenzó a construirse al mismo tiempo que el muro, en 1961. Mientras en las fronteras de la ciudad levantaban la pared más opaca del mundo, aquí pusieron todo su empeño en crear un edificio traslúcido, casi etéreo. Y a pesar de tanta fragilidad, el cubo de cristal del Moskau ha sobrevivido a la piqueta de la Reunificación, todavía está ahí, míralo, míralo, viendo pasar el tiempo. Tan popular que nosotros, la primera vez que fuimos a la ciudad, nos compramos una tabla de cortar cebollas con su imagen.

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16 marzo, 2010

Zoo Station. Puerto de Hamburgo.

Los tres puertos que más me han impresionado en la vida han sido el de Nápoles, el de Baltimore y el de Hamburgo. El primero, el de Nápoles, me impresionó por todo lo que Roberto Saviano cuenta de él en Gomorra. "No hay ejércitos de descargadores ni románticas poblaciones populares portuarias. Uno se imagina el puerto como un lugar ruidoso, de incesante ir y venir de hombres, de cicatrices y de lenguas imposibles, un frenesí de gente. En cambio, impera un silencio de fábrica mecanizada. Se diría que en el puerto ya no hay nadie; los contenedores, los barcos y los camiones parecen desplazarse animados por un movimiento perpetuo. Velocidad sin estruendo". El segundo de los puertos, el de Baltimore, me dejó una huella profunda por lo que vi en la segunda temporada de The Wire: el crudo retrato de un mundo en decadencia, donde los estibadores se corrompen como el agua pringada de gasóleo y la única oportunidad de salir adelante es traficar, traficar y morir. El tercer puerto, el de Hamburgo, es el único que he conocido de primera mano, sin intermediarios. Un gigantesco no-lugar, lejos del mar y lejos de la tierra, tan grande y tan alto como una ciudad, donde sólo hay containers, agua, grúas y barcos de turistas. Y donde, si pones imaginación, puedes imaginarte a los Beatles de resaca.

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15 marzo, 2010

Zoo Station. Desde mi ventana.

Uno de mis debates favoritos es el de "lo que se ve por las ventanas de las casas". Tomemos un edificio bonito y uno feo que están uno enfrente del otro. ¿Dónde mola más vivir? ¿En el edificio guay, aunque por las ventanas se vea el adefesio de enfrente? ¿O en el edificio feo, desde donde se ve la bonita fachada de los vecinos? Yo prefiero la segunda opción, tener una buena vista desde un edificio feo. Nuestro edificio en Berlín estaba hecho un desastre y el vecindario dejaba bastante que desear. Pero cuando te asomabas a la ventana veías árboles y cielo, y a veces hasta el tren de la línea circular, a puntito de llegar a Ostkreuz, que pasaba dejando reflejos por detrás de las hojas. Qué recuerdos. Yo me sentaba en esta misma ventana todas las tardes con la libreta de vocabulario y el firme propósito de memorizar palabras nuevas. Colocaba los pies descalzos sobre el alféizar y aprendía cosas como que gemütlich significa estar súper a gusto o que los Hausaufgaben son los deberes. Pero casi siempre se me iba la cabeza mirando la calle, ese pedazo de cielo berlinés que se volvía tormentoso en un santiamén, que olía a verano, a bicicletas y a barbacoa, a vacaciones y a desempleo. ¿Y los de enfrente, qué veían los de las buhardillas y los balcones de enfrente? Sólo a mi, un español vago, feo y perezoso que repetía palabras durante cinco minutos justo antes de quedarse dormido... delante de su ventana.

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12 marzo, 2010

Zoo Station. Prora.

En su novela Noches de cocaína, J. G. Ballard imagina una ciudad de vacaciones basada en el principio del delito. En el mal. Un paraíso "donde todo el mundo intenta acostarse con la serpiente", donde el riesgo y la culpabilidad son tan intensos que es imposible morir de aburrimiento. Según Ballard, la posibilidad de que te maten en cualquier momento hace que seas mejor persona, que tengas ideas más brillantes y vayas más al teatro. "El crimen tiene una historia respetable: el Londres de Shakespeare, la Florencia de los Medici". La novela se lee con una pizca de escepticismo y una pizca de curiosidad; es inevitable preguntarse si un lugar así, donde la felicidad y el mal se den la mano bajo el sol, podría existir en este mundo. Yo no lo he conocido, pero lo más cercano que se me ocurre es Prora, el proyecto vacacional de los nazis. Situado en la mítica isla de Rügen, esta ciudad fue trazada como seis edificios de seis plantas y medio kilómetro cada uno, todos alineados como muralla frente al mar, con 20.000 personas viviendo y yendo al teatro dentro. Pero al contrario que en Noches de cocaína, el único éxito de esta utopia ha sido que sus ruinas sigan en pie después de una Guerra Mundial y un gobierno comunista. No demasiada felicidad, me temo, y creo que menos libros todavía. Lo que no sé es si la cosa salió tan mal por la falta de sentimiento de culpa o porque la idea, sin más, es un disparate.

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11 marzo, 2010

Zoo Station. Cometa.

Cuando hice esta foto no pretendía incluirla en una serie sobre paisajes, sino en una serie sobre retratos. Quería que formase parte de Ich bin ein Berliner, la galería de rostros berlineses que me traje de Alemania. Una especie de chiste, una vuelta de tuerca al planteamiento formal de la serie, a esa obsesión por buscar caras representativas y colocarlas en el centro del cuadro. ¿Puede una cometa con dos ojos y una sonrisa funcionar también como retrato de Berlín? Al final decidí que no, que era más apropiado ceñirme a señores y señoras y dejar que a las cometas se las llevase el viento. La foto se quedó arrumbada en una carpeta de descartes y no la recuperé hasta más tarde, cuando descubrí que podría resucitarla para Zoo Station. Lo curioso es que, a pesar de haber cambiado el contexto, la idea sigue siendo la misma: testimoniar la ciudad. Sitios y personas, personas y sitios, qué mas da. Dentro de un año, si este blog continúa vivo, los recién llegados descubrirán mis dos series berlinesas y las verán como sendos lados de una misma moneda. Todo será Berlín. Lo que me inquieta es saber si serán capaces de percibir una coherencia formal, algún rasgo compartido entre los paisajes y los retratos. Yo quiero creer que ambos comparten frialdad, simetría, silencio y distanciamiento, pero hay veces en que no estoy nada seguro. Y eso me quita el sueño.

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10 marzo, 2010

Zoo Station. Rügen.

El vacío. La nada. Lanzar una palabra al aire, un grito, y que no te conteste más que el eco. Sentirte solo, pequeño, insignificante. Sin importancia. Hace ciento cincuenta años los pintores alemanes más modernos se iban a acantilados como éste, en la isla de Rügen, para experimentar todas esas emociones. El vértigo del infinito, Lo Sublime. El retortijón de barriga que daba enfrentarse a lo desconocido y sentirse como un idiota les producía adicción, tenían que pintarlo, escribir libros sobre ello, llevarlo a gala. Alis y yo, como admiramos a todos aquellos locos, decidimos que iríamos en busca de su espíritu. Nos montamos en el coche con una manta y dos sacos de dormir y plantamos la tienda debajo de los pinos, a treinta metros del Mar Báltico. Físicamente, la isla de Rügen es un cacho de tierra apenas separado del continente. Pero desde el punto de vista del fetichismo cultural está en otra dimensión, es la Tierra Prometida, el lugar donde Caspar David Friedrich hablaba con Dios. Alis y yo anduvimos saltando por los riscos y recorriendo playas desiertas por la noche, recién devueltos al siglo XIX. Para ilustrar todas esas impresiones he escogido esta foto, pero también uno de los cuadros de Friedrich: Monje frente al mar. Para verlo sólo hay que pinchar en "leer más".


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09 marzo, 2010

Zoo Station. Paisajes abstractos.

En algún sitio he leído que no existe la fotografía abstracta. Que la cámara siempre es solidaria con la realidad fotografiada, que siempre sobrevive un poco de acercanza con respecto al motivo original. Todo, hasta lo más raro, tiene una explicación física. Por muy abstracta que sea una foto sabemos que lo que se ve en ella es algo, algo que el fotógrafo miró por el visor, que estaba ahí. What you see is what you get. Para ilustrar esto que digo me he atrevido a colgar dos o tres fotos que he hecho por Alemania. A mí la fotografía de paisaje no me interesa, así que cuando estoy con mi cámara en el campo juego a camuflar las cosas. La idea es que a primera vista no se sepa muy bien lo que son, pero luego sí. Coqueteo con la abstracción pero incluyo algún elemento fácil de identificar, un asidero reconocible que permita al espectador hacerse una composición de lugar y saber qué está mirando. Después, más allá de lo que realmente se ve, cada cual es libre de soltar su imaginación y jugar a los parecidos, como hacemos cuando nos acostamos en el césped y reinventamos la forma de las nubes. Una oveja, un avión, un monstruo. Para ver más fotos de este tipo sólo hay que pinchar en "leer más".


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08 marzo, 2010

Zoo Station. Bosque.

No tengo ni idea de dónde hice esta foto. Sé que íbamos en el coche por una de esas autopistas alemanas tan rápidas, que se nos ocurrió desviarnos para mirar el paisaje y que acabamos perdiéndonos por carreteras secundarias. Pero vaya, no me quejo, qué felicidad. Los árboles han sido mis mejores amigos alemanes. El hecho de que no sepa ubicar éstos es, en cierto modo, una forma de justicia poética. Así este bosque sin nombre acaba siendo todos los bosques: es el que había junto al lago donde dormí la siesta, es el que cruzamos para llegar hasta la orilla del Elba, aquel donde pusimos nuestra tienda de campaña o el que había en el parque de al lado de casa, Treptower Park. Bosques húmedos, callados, impenetrables, que recorríamos cuando salíamos de excursión o sólo cuando íbamos a dar una vuelta. Bosques que mirábamos en Google Earth y que nos asombraban por su aspecto compacto, como esponjas secas. Si Zoo Station pretende ser una serie sentimental escrita a golpe de nostalgias, era fundamental que apareciese un bosque, el que fuera. He escogido éste porque, además de no tener nombre, me gusta ese toque indefinido de los abedules, que casi no se sepa lo que son. Me recuerda a los paisajes de Frederick Sommer, un fotógrafo que estudié en la facultad porque retrataba la naturaleza como si fuese un cuadro abstracto, y cuya obra me impactó muchísimo.

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07 marzo, 2010

Zoo Station. Mercado de pescado. Hamburgo.

Cada cual es feliz con lo que es feliz, para eso están los gustos. Yo soy feliz cuando me levanto muy temprano, cuando escucho rock & roll o cuando me bebo una cerveza. Ahí está mi felicidad pero también mi tragedia, hay que joderse, porque a ver quién es el guapo que combina esos tres placeres, a ver quién se bebe una mahou para desayunar. En Madrid, al menos, es imposible. Pero en Hamburgo no. Allí hay un mercado de pescado para locos que abre a las cinco de la mañana y cierra a las diez, y que durante el tiempo que está abierto celebra conciertos de rock con todos los grifos de cerveza a tope. La cuadratura del círculo de mis gustos personales. Cuando Alis y yo estuvimos allí eran las ocho y nos sirvieron bocadillos de arenque con cervecita rica, rica, mientras un montón de cincuentones coreaban canciones como 99 Luftballons y yo lloraba de emoción. Había encontrado el paraíso. La fotografía que me sirve para recordar tanta felicidad es una especie de homenaje a los interiores de Candida Höffer, una fotógrafa de la escuela de Dusseldorf que me intriga. Si alguien quiere compararla con lo que ella hace, puede pinchar en "leer más" porque allí he subido algunas imágenes suyas.


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06 marzo, 2010

Zoo Station. Augusto el Fuerte. Dresde.

El señor del caballo que hay detrás de la farola se llamaba Augusto. No fue el primero, sino el segundo, y después de él hubo también un tercero. Augusto II de Sajonia, por tanto. Cuando estaba vivo, el señor del caballo que hay detrás de la farola era conocido por su fuerza bruta y sus enormes manos. Le llamaban "el hércules sajón" y de él se decía que se parecía más a un oso que a un rey. Por eso, y porque tenía fama de reproducirse con generosidad, le apodaron "el fuerte". Augusto II el fuerte, der stark. Pero además de rudo y fortachón, el señor del caballo que hay detrás de la farola también gastó un refinado gusto por la cultura y las artes, construyó soberbias iglesias y fastuosos salones de baile, sostuvo con delicadeza frágiles figuras de porcelana. Le gustaba el rococó más que un lápiz a un tonto, y ahora disfruta de una eternidad pastelosa convertido en estatua de oro. Las guías turísticas, ajenas a sus proezas sexuales y a su proverbial musculatura, han vulgarizado su memoria bautizándolo como "el jinete dorado". Y ahí está, detrás de la farola, resplandeciendo como un mister universo pringado de aceite o un turista en Mallorca que se ha echado demasiada crema. A la hora de hacerle le foto, yo apliqué las enseñanzas de Lee Friedlander y le hice el favor de no salir, de quedarse tapado. Así, al menos, su logros en vida no quedan enturbiados por la cursilería del monumento que lo recuerda.

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05 marzo, 2010

Zoo Station. Ostkreuz.

Que nadie dude que ésta es una serie sentimental. La he escrito (con debilidad) para enseñar algunos de mis lugares favoritos de Berlín. Sitios como la estación de Ostkreuz, literalmente cruce del este, que ya no existe tal cual se ve en la foto porque este verano alguien mandó a tomar viento las viejas vigas y los andenes parcheados. Ahora es una estación nueva, aséptica. Pero cuando todavía era cochambrosa yo cruzaba el puente que pasa por las vías con la bici a cuestas, pasaba por delante de los puestos de salchichas, de los charcos y los carteles de discotecas, de los policías con chaleco antibalas, de los turistas despistados, los obreros con cerveza y los moderniquis, ay los moderniquis, cuántos hay en Berlín. La estación de Ostkreuz es un punto cardinal de la ciudad, por aquí pasan las líneas circulares y una línea central que atraviesa los descampados del centro de Berlín. No hay dónde protegerse del viento, eso es terrible, pero huele a los restaurantes de la zona, a curri y kebab, y eso es maravilloso. Además de esta foto tengo un montaje donde se ve otro de los hitos de la estación: la torre de aguas. "Todo el mundo conoce esa torre como la picha de Hitler", me contó mi amigo Andi, pero no sé si me estaba tomando el pelo. Para verlo (el montaje) sólo hay que pinchar en "leer más".


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04 marzo, 2010

Zoo Station. Zoo.

Empieza una nueva serie de fotografía aquí, en mitte. Y otra vez Berlín. O mejor, Alemania. Las fotos que colgaré en las próximas semanas serán paisajes alemanes, casi todos de la capital pero también de bosques, pueblos o arenas. La serie se titula Zoo Station por un montón de motivos: porque es una canción de U2 que siempre me ha gustado, porque la estación Zoo fue la que me recibió cuando llegué por primera vez y, sobre todo, porque la idea la tuve en el famoso zoológico. Me impresionaron las habitaciones donde viven los monos porque se parecen más a una celda que a una jaula, si es que hay alguna diferencia. Quitas al animal y ya no está claro quién vive allí, un chimpancé o un preso. El zoo está en la parte occidental de la ciudad, en el epicentro del consumismo exacerbado que los berlineses del oeste llevaron a gala durante la época del muro, pero aun así estas celdas me hicieron pensar en la Stasi, en La vida de los otros y en infelicidades parecidas. Intenté fotografiarlas con objetividad, frío y neutral, y luego me propuse aplicar este mismo planteamiento a todos los demás paisajes que me llamasen la atención en Alemania. Igual que con los retratos de Ich bin ein Berliner: simetría, silencio y distancia, pero sin gente. Si alguien quiere ver más fotos del zoo, puede pinchar en leer más.




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03 marzo, 2010

Con un seis y un cuatro (y XX). Tu rostro mañana.

Empecé a escribir esta serie cuando empecé a leer la última novela de Javier Marías, Tu rostro mañana, así que es justo que la termine ahora, cuando ya he acabado con el libro. Tu rostro mañana es una novela que empieza con la frase "no debería contar uno nunca nada" y que acaba 1328 páginas más tarde. Una novela protagonizada por espías filósofos que reflexionan sobre retratos, sobre la impresión que uno causa en los demás. ¿Podría un observador sagaz entender cómo somos, conocernos más aun de lo que nos conocemos nosotros mismos, sin intercambiar una sola palabra con nosotros? Las 1328 páginas de la novela dan de sobra para que Javier Marías sugiera muchos niveles de lectura a partir de este planteamiento, pero yo me quedo con dos. El primero es el que he intentado desarrollar en esta serie: el retrato como expresión visual de una persona. Cómo se construye, qué implica, lo que se enseña y lo que se oculta, ya sean tipos, ciudades o países, (o yo mismo), con secretos o polémicas, en foto, cómic o cine, blanco y negro o color, da igual. El retrato como la única forma de ser, de existir, de ser interpretado por los demás. Pero hay otro nivel de lectura que también me obsesiona, el que tiene que ver con las letras y el afán por explicar, por verbalizar. "No debería contar uno nunca nada", insiste Javier Marías. ¿Merece la pena hablar, interpretar, escribir un blog? Al leer Tu rostro mañana se tiene la impresión de que no, que todo es inútil, que luego no queda nada de este esfuerzo: "sólo soy como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para".

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02 marzo, 2010

Con un seis y un cuatro (XIX). Ibérica de Ricky Dávila.

Hubo un tiempo en que las caras decían más de nosotros. Más que ahora, quiero decir. Cogías un duro, le dabas la vuelta y ahí tenías un rostro que era el tuyo, el de tu padre, el de tu vecino. La imagen de España. Primero salió Franco, me acuerdo, y luego salió el rey (al principio joven y solo, después con la reina y creo que al final hasta con el príncipe). Eran ellos pero también éramos nosotros, teníamos cara. Ahora parece que los rostros están devaluados, las monedas ya no enseñan ojos y hace un millón de años que yo no piso un fotomatón. Ni siquiera se mandan cartas, y cuando se mandan los sellos vienen anónimos. En Facebook la gente cuelga fotos de escorzo, o de escote, o en verano, y uno no distingue ni las narices. Sin cara (ni dura ni blanda) no somos nadie. Por eso se agradece tanto que Ricky Dávila siga buscando rostros por España, porque nos devuelve nuestro retrato, el de todos, el de España. En el Círculo de Bellas Artes han colgado las fotos de un libro suyo de 2007 que se titulaba Ibérica y que consistía precisamente en eso, en recopilar las caras de los que paramos aquí, en la piel de toro. Legionarios barbudos, monaguillos como el de la foto, inmigrantes, macarras o curritos de ocho a ocho, tíos y tías, guapos y feos pero todos familiares. Eso es lo bueno, que te suenan, que hasta podrías ser tú. Gracias, Ricky, me ha hecho muy feliz reconocerme en tu libro.

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