Erwin Panofsky, uno de esos santones de la historiografía artística al que los catedráticos de arte suelen citar machacona e insistentemente, se ganó ese respeto por haber sido quien inventó nada menos que la iconología. La iconología (según la RAE “Representación de las virtudes, vicios u otras cosas morales o naturales, con la figura o apariencia de personas”), aplicada al arte viene a ser un método de análisis de la obra como icono o símbolo, más que como mera imagen. Es decir, se prima la interpretación del contenido sobre el estudio de la forma. Este tipo de análisis trata de contextualizar la obra y de buscar sus implicaciones sociales, políticas o históricas; al contrario del análisis formal tradicional, que lo que persigue es clasificar la obra dentro de tal o cual estilo.
La consecuencia última de este método de análisis es que, puestos a analizar las obras como iconos, se podrá tratar por igual a una obra de arte “en mayúsculas” que a una imagen perteneciente a la llamada “baja cultura” o “cultura de masas” -como la publicidad-, porque ambas son representaciones visuales que forman parte de nuestro imaginario colectivo.
Todo este rollo -y ya que de publicidad va últimamente mitte-, para hablaros de la desenfadada propuesta de análisis de la iconografía franquista que hace el historiador Cirici Pellicer en su libro Arte del franquismo. Gracias a Panofsky, nosotros hoy podemos analizar el arte franquista (entre otros) aplicándole criterios que pertenecen al ámbito de la publicidad. Concretamente, Cirici encuentra un paralelismo definitivo entre ambos en el hecho de que tanto la iconografía franquista como la publicidad apelan directamente a la emotividad, en un intento de evitar que el ciudadano/consumidor piense por sí mismo.
En ambos casos, el mensaje está articulado en tres niveles de significación:
1. el símbolo. Es el nivel de significación más importante en publicidad. La imagen, pura emotividad, sustituye a la palabra, peligroso indicio de la lógica. Por otra parte, cualquier buen publicista aspira a conseguir ese símbolo potente que quede registrado de forma indeleble en la mente del consumidor, como marca inmediatamente reconocible. En el caso de la iconografía franquista, el escudo con el águila, el yugo y las flechas, o simplemente el rostro del dictador; en el caso de, pongamos, Nocilla, el famoso dibujo de la rebanada de pan con chocolate untado.
2. el nombre. Este nivel de significación introduce el lenguaje (log-os), y como tal corre el peligro de introducir la lógica en el mensaje. Para evitar que esto ocurra, se debe jugar con las propiedades sonoras o visuales del nombre, y así aniquilar la verbalidad de la palabra. En el caso de Franco, esto se consigue mediante la repetición del ritmo binario “Fran-co-Fran-co-Fran-co”; una solución un poco más cateta que la que adoptó el colega Mussolini con la “M” gigante, puro dibujo y no letra. En cuanto a Nocilla, sus resonancias sonoras son de sobra conocidas por todos (“No-ci-llaaa!”).
3. el eslogan. Finalmente, se hace necesario introducir algún tipo de frase pegadiza. Con suerte, el consumidor/ciudadano incluirá esa frase entre sus coletillas jocosas y la colará en sus conversaciones diarias. Sólo entonces, el producto habrá conseguido irrumpir en el imaginario colectivo. Pero de nuevo, debemos encontrar una frase que no tenga excesiva lógica, y que de hecho resultará semánticamente absurda, porque debemos condensar muchas ideas en ella. “Por el imperio hacia dios” es un ejemplo claro, pero encontraríamos una cantera estupenda de este tipo de eslogan en la llamada “frase quincenal”, que el Régimen editaba en postales, revistas etc. Nocilla, por su parte, optó directamente por ponerle una musiquita pegadiza a su famoso eslogan (“lecheee, cacaooo, avellanaaas, y azúcaaar…”).
Moraleja: ¿De haber nacido en estos tiempos en los que quien tiene vocación política no estudia ciencias políticas sino marketing, habría sido Franco un excelente publicista?
03 octubre, 2008
Franco y la publicidad
Publicado por Alis a las 12:49
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1 comentario:
Si no lo hubiera sido, seguro que se habría rodeado de los mejores. Precisamente ayer estuve viendo una exposición de arte propagandístico vietnamita y me llamó mucho la atención lo prolijos que eran los eslóganes. Nada de fórmulas pegajosas como "por el imperio hacia Dios", sino más bien cosas tan precisas como "Si todos nos aplicamos en el cultivo del arroz, conseguiremos que la región de piti-piti resurja de sus cenizas para vencer al enemigo". Y aun así, el régimen comunista todavía se mantiene, después de medio siglo. ¿Moraleja? A veces no hace falta ser un buen publicista, basta con saber imponer tus ideas.
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